El amigo Vicente García escribió un libro sobre una de sus pasiones: los zombis. Se llamaba Apocalipsis Island. Lo lei en su momento y me divertí bastante, sobre todo el inesperado momento en que aparecemos mi familia y yo. La cosa iba de que los zombis existían desde los años 80 y un brote inesperado el día de Reyes en Mallorca provoca el caos.
Vicente hizo varias secuelas y planeaba hacer una con cuentos escritos por varios amigos. De los que teníamos que hacerlo sólo Pere Pérez y yo cumplimos. Como el resto pasó y Vicente no sabía qué hacer con los dos cuentos los acabó publicando en una de las secuelas de complemento varios años después de que lo escribiese. En ese tiempo Hernán Migoya había publicado Una, grande y zombi, con lo que el chiste de mi título perdió gracia y fuerza...
Como la primera novela era muy coral, Vicente quería que se explorasen algunos de los personajes secundarios del libro. Vicente me propuso que contase "mis" aventuras en un pueblo de la sierra mallorquina pero me pareció muy de redacción de primaria y preferí coger a otros tres personajes: un militar yanqui que se había quedado colgado en una azotea, un futbolista del Mallorca que estaba a salvo en un cuarto y luego los protagonistas se lo encuentran corriendo lejos de allí sin ninguna clase de explicación y una vieja insoportable, odiosa y más facha que el braguero de Franco.
Mi pasión por la continuidad me permitió atar cabos sueltos.
Hala, que ustedes se diviertan estos días de encierro...
ESTO CON FRANCO NO PASABA
La señora Cruz tenía dos problemas.
El primero, y más importante, era el grupo de zombis que
desde hacía unos días, con sus noches, aporreaba sin descanso la puerta
blindada de su piso, un ático. Los miraba de vez en cuando a través de la
mirilla, deformados por el ojo de pez, con sus ojos vacíos e inexpresivos.
Bueno, los de su vecina Paca a veces parecían transmitir cierto odio. ¿Se
acordaría de que no la dejó entrar en su casa y por eso la pillaron? Bueno, da
igual, ella seguro que hubiera hecho lo mismo.
El segundo era que se le estaban terminando el agua y las
provisiones. Cuando había empezado el ataque masivo de zombis, la
comunidad de vecinos había decidido compartir las provisiones y guardarlas en
el sótano. Ella lo había aceptado aunque se había guardado algunas. Por si
acaso. La solidaridad bien entendida y todo eso.
Tom llevaba varios días subido en los restos de la azotea de un edificio vecino
al de la señora Cruz. Su helicóptero se había estrellado allí cuando su compañero
se había empezado a transformar en uno de los numerosos muertos vivientes que
pululaban ahora por las calles de Palma. Sus fuerzas le estaban empezando a
fallar. Creía al principio que el rescate no tardaría mucho en llegar, sin
embargo empezaba a sospechar que el ejército estaba desbordado y que dependía
sólo de él.
Mateo, el futbolista cubano, se había escondido en el sótano
al que se accedía desde cerca del patio de la comunidad y donde se almacenaban
las provisiones de la misma. Tenía comida y bebida para semanas. Los zombis se
habrían podrido, si se llegaran a pudrir del todo, antes de que necesitara
salir.
Excepto por un problemilla del que empezaba a ser consciente
poco después de encerrarse.
Su claustrofobia.
Aburrida, la señora Cruz reflexionaba sobre quién tenía la culpa de su
situación.
La culpa de todo era de Felipe González.
Fue llegar los socialistas al poder y empezaron a aparecer
zombis por todas partes. No hacía falta ser muy lista para ver la relación,
opinaba la señora Cruz.
En el rellano seguía habiendo un buen montón de cadáveres andantes. Demasiados
para salir con armamento. Y ella no lo tenía. Pero algo tendría que hacer.
Y pronto.
Las raciones de alimento concentrado que habían mantenido
alejado el hambre de Tom durante esos días se habían terminado. Eran asquerosas aunque con
las opciones que tenía... Si salía de ésa lo primero que haría sería meterse un
solomillo de ternera de un kilo entre pecho y espalda.
En su pequeña mochila de supervivencia que había podido
rescatar del helicóptero antes de que éste hundiera buena parte del edificio
con su peso ya sólo le quedaban un revolver, una granada y un par de cohetes de
emergencia.
Se había acabado el ir retrasando lo inevitable. Intentaría descender escalando hasta la calle.
No era una gran distancia, cuatro pisos.
Una mierda no lo es.
Aunque debía hacerlo de forma silenciosa, sin llamar la
atención de los relativamente escasos zombis que deambulaban por la calle 31 de
Diciembre.
Mateo estaba seguro: el techo estaba descendiendo, la habitación era ahora
más pequeña.
La señora Cruz era una mujer de edad avanzada, según ella. Para los demás era una vieja insoportable, pero no viene al caso.
Su fuerza era escasa. Su agilidad, ridícula. Su velocidad, nula.
En un enfrentamiento con zombis le convenía buscar elementos que le dieran ventaja.
Se puso a rebuscar en armarios y cajones cualquier cosa que le pudiera ser
útil. Total, no tenía nada mejor que hacer.
Al cabo de un rato, en la cocina, empezó a concebir un plan.
Tom estaba colgado de un saliente de la azotea y se
balanceaba para intentar agarrarse a una tubería especialmente gruesa y apetecible. Haga usted, amigo lector, si le apetece, el chiste gay que crea oportuno.
Si lo conseguía, podría pasar el cinturón por detrás y bajar sería
relativamente fácil. Si no, estaba muerto.
Mateo estaba seguro: al ir bajando el techo, cada vez
había menos aire en la habitación.
La señora Cruz hablaba sola a veces. Así estaba segura de le escuchaba una
persona interesada en lo que decía.
-Julia, Julia, ¡te ha quedado una obra de artesanía!
El motivo de su orgullo era lo que ella llamaba su armadura. La
infección de los zombis se transmitía por su mordedura por lo que era crucial
evitar cualquier posible mordisco. Así que se había puesto la ropa más gruesa
que tenía, varias capas entre unos pantalones de pana que se ponía en
excursiones, una falda de invierno y un viejo delantal , unas botas para la
lluvia, guantes para el horno en las manos, y una cazadora de cuero y el casco
que usaba su hijo, pasto de los cadáveres andantes, para ir en moto. El casco
tenía un visor de plástico grueso y lo había pegado con una cola ultrafuerte
para evitar que los zombis pudieran levantarlo y le arrancasen la nariz de un bocado.
Ese uniforme le garantizaba cierta protección puntual ante un ataque. La señora
Cruz era consciente de que necesitaba algún arma y había optado por su viejo
rodillo de amasar. Con un buen golpe le abriría el cráneo a cualquier zombi.
Sobre todo ahora que le había clavado un cuchillo de cocina de forma
perpendicular y que lo atravesaba.
Como lo más posible es que se le atascara en el cráneo de algún zombi,
necesitaría alguna otra cosa.
Tom saltó al vacío.
La sensación del transcurrir del tiempo es muy relativa. Cuando se te va la
vida en ello, la cosa se hace eterna.
Para Tom, ese salto duró toda una vida.
Dicen que cuando uno está muriendo ve pasar toda su vida ante los ojos.
Tom aún estaba acordándose de los bocadillos que le hacía su madre cuando iba
al colegio cuando se agarró a la tubería. El peso del piloto de helicópteros
hizo que se le resbalaran algo las manos pero pronto puso los pies para poder
frenar la caída.
Tom respiró profunda y lentamente.
Mateo estaba seguro: no podía seguir allí o iba a enloquecer. Su corazón latía
acelerado. Sudaba como un cerdo. Le
faltaba el aire.
Era cosa de locos. Estaba en un lugar donde muchos pagarían por estar y tenía
que abandonarlo.
No cogió nada. No quería una bolsa que pudiera ser agarrada o que se enganchara
en un momento decisivo. Ya se preocuparía más tarde de qué comer. Iría hacía
casa de un amigo, compañero del equipo, a ver si lo podía ayudar unos días.
Era futbolista profesional y estaba acostumbrado a correr. No oía ruido fuera,
parecía que los muertos vivientes se
habían desplazado a otra parte, ya fueran los pisos superiores o la calle.
Abrió la puerta lo más sigilosamente que pudo con el corazón en la boca.
Intentaba respirar lo más silenciosamente que podía aunque mucho se temía que
estaba fracasando.
Echó un vistazo rápido.
Nadie a la vista.
Hora de salir corriendo.
La señora Cruz se estaba contemplando en el espejo del
armario ropero de su habitación. Había añadido a su armadura un gran cinturón
del que colgaban los cuchillos más
grandes que había encontrado en la cocina y una pequeña linterna. Aparte había
afilado los palos de la escoba y de la fregona, ese gran invento español,
para tener algo que le sirviera para poder atacar a una cierta distancia.
En ese momento oyó un gran estruendo y un escalofriante aullido que venían de
la calle.
Tom tenía las dos piernas rotas. La tubería se había roto súbitamente y se
había desplomado en una fracción de segundo al asfalto.
Estaba aullando de dolor. Intentaba controlarse para evitar la atención de los
muertos vivientes que se empezaban a acercar lentamente pero no podía. Tenía
parte del fémur derecho que le salía del muslo. Estaba perdiendo mucha sangre.
Y la pierna izquierda estaba hecha migas.
Mateo se quedó helado.
¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué había sido eso?
¿Tenía que parar a pensarse si seguir adelante? ¿Era ése un momento ideal
para escapar o todo lo contrario?
Daba igual. No iba a pasar ni un minuto más dentro de ese agujero.
Se puso a correr. Atravesó la entrada de la finca, con esos buzones a los que
no llegarían cartas en mucho tiempo, y salió a la calle.
Allí vio a un soldado herido gritando como un poseso. El escándalo que estaba
montando estaba haciendo que se fueran acercando muertos vivientes de distintos
puntos de la calle, algunos salían de calles secundarias cercanas.
Y otros venían de los pisos superiores. Los oyó cuando estaban a punto de
acabar de bajar la escalera y cogerle por la espalda.
Apretó el acelerador. No podía evitar sentirlo por el soldado pero era imposible hacer nada por él. Intentar llevarlo encima era suicida y el número de zombis
era cada vez mayor.
Mateo corrió, corrió, corrió. Iba por el centro de la calle para poder
controlar cualquier posible peligro. Iba esquivando los zombis con relativa
facilidad.
Si podía driblar a jóvenes deportistas, no debería tener muchos problemas para
hacerlo con lentos cadáveres hambrientos. El problema era si te cercaban o
grupos numerosos poco dispersos.
Los aullidos del soldado se fueron quedando atrás.
Cuando se dio cuenta había llegado hasta el puente de la Riera. Allí se paró un momento a recuperar el aliento y a pensar que iba a hacer.
Oyó un coche en la lejanía.
La señora Cruz estaba eufórica. Los zombis del rellano se
habían ido atraídos por el soldado que había salido de no se sabe dónde.
Esperaba que llegase en algún momento la ayuda del ejército aunque no de una
forma tan abrupta y estrambótica.
Con su armadura lista se preparó a salir de su piso.
Abrió la puerta lo más silenciosamente que pudo.
Nada.
Empezó a bajar lentamente los escalones.
Su intención era llegar al cuarto de los víveres. Si había alguien dentro
confiaba en que le abriría. Ella haría lo mismo si la situación fuera la
inversa. Y si no, se acomodaría allí a pasar lo mejor posible las semanas, o
meses venideros.
Esperaba que si había alguien no fuera el negro y joven Mateo. Compartir un
espacio tan pequeño durante un largo periodo de tiempo con alguien de una raza
tan lasciva seguro que no podía traer nada bueno. No quería acabar siendo el
juguete sexual de un depravado. Ya le bastó con su difunto marido.
-Céntrate, Julia, que te pierdes.
Oyó un ruido algo más abajo.
Pasos.
Alguien estaba subiendo.
Tom estaba viendo pasar su vida a toda pastilla ante sus
ojos.
Vaya, era verdad.
Lenta pero inexorablemente, los seres que se habían convertido en la cabeza
de la cadena alimentaria lo estaban rodeando. Algunos ya abrían la boca, otros
extendían los brazos, o sus muñones.
Era el final.
Eran tres zombis. Varones, desconocidos. Con los gritos que estaba pegando el
soldado que estaban llamando la atención de los zombis de los alrededores a la
señora Cruz le habían tenido que tocar unos sordos.
Peor, eran jóvenes. La señora Cruz estaba convencida de que las nuevas
generaciones tenían pánico a las responsabilidades, al trabajo, al compromiso.
No le extrañaba que un zombi joven no hiciera lo que le corresponde.
Se preparó a luchar en el rellano del segundo piso.
Los recién llegados se dirigieron hacia ella estorbándose ligeramente entre
ellos. La señora Cruz le clavó sin remilgos el palo de la fregona en el ojo al
más cercano hasta que le atravesó el cráneo. Una sangre espesa y oscura, casi
negra, le salpicó el delantal.
Soltó el palo cuando el zombi cayó al suelo desplomado. Los otros dos lo
pisotearon sin problemas.
El palo de la escoba fue para el siguiente. Esta vez no hubo tanta suerte. Se
desvió y quedó atascado en el hueco orbital. Ante la situación la señora Cruz
cambió de estrategia y empujó lateralmente. El zombi se fue por el hueco de la
escalera con el palo de la escoba clavado en un ojo.
Aún quedaba uno.
Tom sacó los cohetes destinados a pedir auxilio y los lanzó a un par de zombis
que tenía demasiado cerca para su gusto. Uno de ellos empezó a arder y se quedó
quieto mientras era pasto de las llamas.El otro estaba en un elevado grado de
putrefacción y el cohete lo atravesó yendo a parar al escaparate de un bar.
Cogió el revólver y fue disparando hasta que acabó toda la
munición.
Ya sólo le quedaba la granada.
Había acabado de ver pasar su vida ante los ojos.
Esperó que estuvieran más cerca.
Quitó la espoleta.
El último zombi estaba ya encima.
La señora Cruz le golpeó con su rodillo tuneado en la cabeza con todas sus
fuerzas. El cuchillo le quedó clavado en el cráneo.El zombi pareció no
inmutarse.
Cogió a la señora Cruz por el brazo y le pegó un buen mordisco, con ganas, con
ansia.
La señora Cruz gritaba de dolor y de pánico y le golpeaba con sus escasas
fuerzas con el otro brazo. Era inútil.
Durante un momento, como si le extrañase la situación, el zombie dejó de
morder. No había podido atravesar la gruesa cazadora de cuero. Tras unos
momentos, volvió a intentarlo.
Pero la señora Cruz había aprovechado esos escasos segundos para serenarse y
agarrar con el brazo suelto el cuchillo más grande que llevaba.
Con un rápido movimiento le seccionó medio cuello. La oscura sangre de los
zombis salió despedida en todas direcciones. La cabeza le quedó colgando de la
espalda.
El maldito muerto viviente seguía activo intentando morder pero al encontrarse
viéndolo todo al revés estaba claramente desorientado.
Un segundo corte preciso acabó con la actividad del condenado. La cabeza rodó
por el rellano lentamente mientras el cuerpo caía desplomado.
La señora Cruz se examinó el brazo. Estaba todo bien.
Nada como un buen cuero español.
Todo el edificio tembló. El ruido fue ensordecedor. Algo había explotado muy
cerca.
Ahora sí que iban a acercarse zombis. Tenía que llegar ya al sótano, al cuarto
de las provisiones.
Bajó lo más rápido que pudo los dos pisos que le faltaban. Cerca de los buzones
estaba el zombi con el palo de la escoba clavado en el ojo. Tenía los huesos de
la columna rotos. Y sin embargo, seguía vivo. Y hambriento.
Apenas podía moverse pero intentó reptar hacia donde estaba la señora Cruz pero
la anciana pudo esquivarlo sin problemas y llegar hasta el deseado escondite de
la comida. La puerta estaba abierta.
Entró rápidamente y la cerró. Rodó la llave y todos los pestillos que había.
Por fin estaba a salvo. Tenía todo lo necesario: agua, comida, un refugio.
Empezó a relajarse.
Encendió la linterna para poder orientarse..
La sangre se le heló.
No estaba sola.
Allí estaba la que había sido su vecina Paca. La tenía encima. Ella también
tenía allí un refugio.
Y comida.